Busca esa sensación. La de verte un domingo, preferiblemente en invierno, a las cuatro de la tarde andando por las calles anchas y céntricas de una ciudad. Estás tú y quizá otra persona más en la lejanía o en alguna calle paralela. En los diez minutos que llevas andando a pie, sólo has visto un par de coches. A lo sumo, algún autobús urbano sin pasajeros.
Hay silencio.
Silencio de ciudad, silencio de rumor lejano.
Oyes perfectamente los sonidos que provoca tu marcha. Paso a paso. Clap, clap.
Ahora, busca el momento. Es ese breve periodo de tiempo en el que percibes sólo espacio. Es el instante que sobrecoge, porque tienes la sensación de que no hay nadie detrás de los muros y ventanas de los edificios que te rodean. Los coches aparcados podrían llevar allí desde hace mucho tiempo. La acera podría llevar años sin ser limpiada, pero ha llovido y la lluvia invernal la ha lavado y ha limpado los coches. Les ha quitado el tiempo de encima.
Sabes que durante ese lapso de tiempo no vas tener ninguna referencia a la existencia de más humanos que el sonido de tus propios pasos. No se oyen ni pájaros. Los edificios, los coches, los árboles, la acera ahora son huellas. Son lo que queda del arquitecto, del ingeniero, del jardinero, del albañil y también de los que alguna vez llenaron la calle con su olor, sus sonidos o sus voces.
Siente, en definitiva, el aturdimiento de ser durante un instante la única persona viva en el mundo. Siéntete protagonista de una película apocalíptica de los 70. Contempla el hermoso cadáver, recién aseado por la lluvia, de una civilización que vivió y que se extinguió sin darse cuenta de que había desaparecido. Sin darse cuenta de que había existido alguna vez.
Elvis lo decía, James Dean lo corroboraba y muchos cantantes lo cantaban: muere joven, deja un bonito cadáver.
Pues yo creo que el mejor momento son las ocho de la mañana de un domingo. De invierno, por supuesto. Y si hay nieve puedes incluso alcanzar la iluminación sentado debajo de un cedro (y la congelación si no espabilas)
También me parece recordar que para alcanzar estos estados profundos de meditación y clarividencia es muy util haber dormido poco y llevar un resacón del 7’2 en la escala Luisjo. Lo cual no resta valor a las conclusiones que se extraen durante los mismos, en mi opinión.
Durante una temporada larga me pude permitir el privilegio proletario de ir a trabajar en bicicleta. Durante varios días seguidos podía hacer el recorrido Puebla-Plaza de la Libertad-Espolón-La Isla sin cruzarme con ningún otro ser humano. (Antes de las 7 de la mañana, matizo). Yo también he experimentado esa curiosa sensación que te invade al fantasear ser el único superviviente de un holocausto nuclear. Te doy la razón de lo estremecedoramente triste que puede ser transitar por alguna (o cualquier) zona de Burgos un domingo a eso de las 16:00.
La clarividencia siempre ha llegado desde estados alterados de conciencia, Sr. Pitillo. Qué grandes conclusiones e ideas han salido de esos momentos de transición entre la noche y el día, entre un día y otro, delante de un pincho de tortilla y un café con leche en el Timoteo con la Chaqueta Metálica a todo trapo en la tele…
Ucraniano, la sensación la he vivido en varias ciudades y es más extraña cuando la ciudad no es la tuya. A pesar de lo oscuro de ese tipo de pensamientos, no los veo negativos. Es un momento en el que de repente te das cuenta de que existes.
Apoyo orientalización de la ciudad bravía (si se me permite la cita). Ir a trabajr en bici es un avance de la civilización. De la civilización burgalesa sobre todo. Sólo me falta comprarme bici :-/
Sobre la orientalización… hace años que mi novia está convencida de que los burgaleses somos en realidad descendientes de los Xiong Nous, un pueblo de la estepa, medio mongoles, que sacaron los cuartos a los chinos hace siglos.